La medianoche había llegado. Un cigarrillo, a punto de extinguir su llama, era sostenido por los resecos labios de Leonardo, joven de 25 años, fumador empedernido y adicto al café. Un frío monitor, situado frente a él, lo observaba en silencio. Un amarillento y sucio teclado era golpeado velozmente por sus diminutos y delgados dedos. De pronto el molesto timbre del teléfono celular sonó tres veces antes de ser contestado. Sin desviar la vista del monitor contestó la llamada. Era ella. Su amiga Amanda.
-Hola Amanda –dijo Leonardo con voz ronca.
-¿Cómo sabías que era yo? - contesto Amanda al otro lado del teléfono.
-¿Quién mas puede llamarme a esta hora? –contesto Leonardo mientras apagaba el pucho del cigarro en su cenicero.
-Hace una hora leí tu correo electrónico. Si tengo tiempo te hago el trabajito mañana– agregó Leonardo mientras soltaba una risita burlona.
-En serio, Leo. Necesito que me hagas ese favor hoy. No seas malo – contestó Amanda con cierto tono de ansiedad.
-Ok. No te preocupes. Voy a revisar el archivo que me has mandado por correo y yo te doy respuesta hoy antes de las 6am. ¿Estamos?
- Gracias amigo. Te debo una. Besos –se despidió Amanda.
El tiempo apremiaba. El tecleo se hizo más veloz. Las palabras comenzaron a saturar rápidamente la pantalla del monitor. Leonardo tenía que corregir su tesis y las 8 am era la hora límite para entregarla. El 95% de ella estaba lista, pero la corrección del otro 5% le costaba demasiado esfuerzo. Su mente y cuerpo habían soportado ocho intensas horas de lo mismo: lectura analítica y eliminación de párrafos innecesarios. Leonardo deseaba ser Administrador de empresas. Disponía de poco tiempo, pero sentía que su ansiado título universitario estaba mas cerca que nunca.
Durante ese trance hipnótico, acompañado de un tecleo mecanizado, podía recordar la infinidad de veces que había visitado a psicólogos y neurólogos. A la edad de 20 años, los especialistas le diagnosticaron trastorno bipolar (trastorno maníaco-depresivo). Fue entonces que empezó a consumir diariamente un cóctel de fármacos bajo prescripción médica. Sin embargo, a los 22 años se cansó de ellos y los reemplazó por el café y el tabaco, inseparables amigos en sus constantes noches de insomnio.
El reloj marcaba la 1:30am y fue entonces que Leonardo impuso una pausa a su exhaustivo trabajo. Y leyó con detenimiento el correo electrónico que le había enviado su amiga, Amanda. El mensaje decía lo siguiente:
“Amiguito, no te pediría este favor sin en realidad no fuese tan importante. Mañana tengo que entregar un trabajo a mi profesor de la universidad. Necesito que revises este archivo de audio (en formato mp3) que te estoy enviando por correo. Conozco de tus habilidades para trabajar con archivos de este tipo. Por favor, necesito que limpies el ruido ambiental de un audio de 5 minutos de duración. Es tarde, lo sé. Son las 11pm y tienes una tesis que terminar, pero necesito de manera urgente que me ayudes con esto. Si tienes dudas al respecto me llamas al celular. Tu sabes que yo también sufro de insomnio, así que estaré despierta”
El archivo era la grabación de un corto diálogo entre dos personas. Una de las voces era claramente identificable, era la voz de Amanda. La otra voz era la de un hombre que hablaba de manera enrevesada y cómica a la vez. Amanda disparaba preguntas sin cesar mientras el hombre respondía incoherencias acerca del mundo de la política. La conversación tenía adherido un ruido lejano, mezcla de bocinazos y motores de autos en movimiento.
Leonardo puso en práctica sus conocimientos autodidactas en ciencias de la comunicación. Se colocó sus audífonos y comenzó su trabajo. La tarea fue fácil y rápida; el ruido lejano fue eliminado en 15 minutos gracias a la ayuda de un sencillo programa informático. Sin embargo, había un tenue sonido que no podía eliminar de la conversación.
Un sonido metálico invadía sutilmente el diálogo entre Amanda y aquel hombre. Era algo casi imperceptible, pero tan irritante como tener una pulga en la oreja. Aquel débil e insignificante sonidito de diez segundos se comenzó a volver una obsesión para Leonardo. Él era un perfeccionista. Y como tal no podía darse el lujo de dejar cabos sueltos; en su mente no cabía la posibilidad de realizar un trabajo de manera incompleta. El sabía que tenía que terminar su tesis, pero también sentía que era su deber terminar al 100% el trabajo encomendado por Amanda.
Los minutos pasaban y el tiempo se acortaba. Su mente estaba tan abstraída del mundo real que lo envolvía que terminó olvidándose por completo de su tesis. La revisión de su tan preciada tesis fue reemplazada por el análisis profundo y maniático de un archivo de audio. Su obsesión comenzó a incrementarse. Deseaba a toda a costa eliminar ese breve y agudo sonido que le martillaba la cabeza.
La intensidad de su obsesión comenzó a traducirse en la cantidad de cigarrillos y tazas llenas de café que había consumido; las colillas de veinte cigarrillos permanecían inmóviles en el cenicero situado junto a una taza de porcelana blanca llena de café. El aroma del café caliente y el fuerte olor a tabaco comenzaron a enrarecer el aire de la habitación.
Luego de tres horas de intentos para eliminar el débil y molesto sonido, Leonardo se dio por vencido. Sin embargo, a pesar de no haber logrado eliminar el extraño sonido, pudo identificarlo. Aquel sonido metálico era la voz lejana de alguien, una voz susurrante que decía una frase que parecía entrecortarse por momentos. Era la voz de un hombre que pedía auxilio con un tono desesperado, pero al parecer era tan lejana que apenas podía ser escuchada por Amanda o por el hombre con quien conversaba.
Por otro lado, Amanda esperaba impaciente la llamada de su amigo. Caminaba en círculos dentro de su habitación y miraba su celular con inquietud. Eran las cuatro de la mañana y su teléfono celular seguía sin emitir sonido alguno.
Amanda, estudiante de segundo año de ciencias de la comunicación, tenía una hora límite; a las nueve de la mañana debía entregar ese audio a su profesor de la universidad. Si no cumplía con su tarea, sería reprobada y repetiría el curso de “Tecnología de la comunicación”.
Su profesor sabía que ella era una estudiante muy irresponsable, pero a pesar de ello decidió darle la oportunidad de salvarse de repetir el curso. Le pidió que dialogara con él acerca de un tema libre. Él eligió un tema aburrido y extraño: “los partidos políticos sudamericanos y su influencia en la democracia.”
La conversación debía ser grabada con una grabadora portátil y posteriormente el audio debía ser transformado en formato de audio “mp3”. Y además, Amanda debía adjuntar un informe escrito indicando los puntos más relevantes de la conversación. Todo esto le parecía absurdo, pero sabía que esta sencilla tarea era su última oportunidad para evitar ser reprobada en el curso.
Ahí estaba ella, insegura, nerviosa e inquieta en medio de la noche. Se mordía las uñas constantemente mientras el reloj acortaba los minutos. Pensaba en el correo y la llamada que había hecho a su amigo. La ayuda de Leonardo era la única opción con la que contaba para poder salvar su pellejo. No obstante, por momentos se arrepentía de haberse aprovechado del tiempo, nobleza e inteligencia de su amigo.
Mientras tanto, Leonardo finalmente logró descifrar el contenido exacto de la voz masculina. Esta decía lo siguiente: “Ayúdame….me quemo….me muero” Era un hombre que pedía ayuda, eso era indudable. Sin embargo, una interrogante todavía flotaba en el aire.
-¿Quién era ese hombre?- se preguntaba Leonardo mientras se agarraba la cabeza con ambas manos.
La cabeza y el pecho comenzaron a dolerle. El stress, el insomnio, los fármacos, el café y el tabaco le estaban pasando “la factura”. Pero no podía detenerse a pesar del sufrimiento físico que había soportado por varias horas. Su mente comenzó a dictarle órdenes confusas; una mitad de su cerebro le decía que tenía que averiguar quien era ese hombre y la otra le decía que descansara y se olvidara de aquel hombre.
A punto de entrar en un colapso nervioso, el teléfono celular de Leonardo sonó de repente. Leo contestó el teléfono y se llevó de manera inconsciente el auricular a la oreja.
-Leo, disculpa que te llame a esta hora, pero necesito saber como va lo del archivo que te envié -dijo Amanda.
El rostro de Leo se volvió imperturbable y desencajado. Sus ojos observaban como la pantalla del monitor se apagaba lentamente al igual que la lamparita de su escritorio. Amanda le hacía preguntas, pero ninguna palabra tenía sentido para él. Leo se había desconectado del mundo real.
-¿Amigo, me escuchas? –hablaba Amanda con desesperación.
Un cigarrillo sostenido por sus labios, cuya pequeña llama estaba a punto de extinguirse, proyectaba una tenue luz amarilla en el rostro de Leo. Su cara estaba empapada en sudor. El silencio reinaba en medio de la penumbra. Y Leonardo ya no escuchaba lo que Amanda le gritaba al oído.
-¡Leoooooo!- gritaba Amanda con más desesperación que antes, tratando de encontrar nuevamente una respuesta. Pero el silencio permanecía ahí.
Amanda tenía un mal presentimiento. Tenía la fuerte sensación que a su amigo le pasaba algo malo. Se sentía frustrada por no poder saber que le sucedía a su amigo. Escuchaba la respiración agitada de Leo, pero nada más.
Finalmente el cigarrillo, a punto de apagarse, se desprendió de la boca de Leo y cayó en el borde inferior de una de las cortinas de su habitación. La cortina se consumió rápidamente en llamas. El reloj, el teclado, el monitor y la cama de Leo comenzaron a consumirse también por el fuego intenso y voraz.
Cuando el fuego alcanzó la silla de madera, donde Leo estaba sentado, este gritó sus últimas palabras. Amanda, aún con el teléfono pegado al oído, escucho las últimas palabras agónicas de Leo.
-Ayúdame….me quemo….me muero –dijo Leo antes de ser consumido por las llamas.
-Hola Amanda –dijo Leonardo con voz ronca.
-¿Cómo sabías que era yo? - contesto Amanda al otro lado del teléfono.
-¿Quién mas puede llamarme a esta hora? –contesto Leonardo mientras apagaba el pucho del cigarro en su cenicero.
-Hace una hora leí tu correo electrónico. Si tengo tiempo te hago el trabajito mañana– agregó Leonardo mientras soltaba una risita burlona.
-En serio, Leo. Necesito que me hagas ese favor hoy. No seas malo – contestó Amanda con cierto tono de ansiedad.
-Ok. No te preocupes. Voy a revisar el archivo que me has mandado por correo y yo te doy respuesta hoy antes de las 6am. ¿Estamos?
- Gracias amigo. Te debo una. Besos –se despidió Amanda.
El tiempo apremiaba. El tecleo se hizo más veloz. Las palabras comenzaron a saturar rápidamente la pantalla del monitor. Leonardo tenía que corregir su tesis y las 8 am era la hora límite para entregarla. El 95% de ella estaba lista, pero la corrección del otro 5% le costaba demasiado esfuerzo. Su mente y cuerpo habían soportado ocho intensas horas de lo mismo: lectura analítica y eliminación de párrafos innecesarios. Leonardo deseaba ser Administrador de empresas. Disponía de poco tiempo, pero sentía que su ansiado título universitario estaba mas cerca que nunca.
Durante ese trance hipnótico, acompañado de un tecleo mecanizado, podía recordar la infinidad de veces que había visitado a psicólogos y neurólogos. A la edad de 20 años, los especialistas le diagnosticaron trastorno bipolar (trastorno maníaco-depresivo). Fue entonces que empezó a consumir diariamente un cóctel de fármacos bajo prescripción médica. Sin embargo, a los 22 años se cansó de ellos y los reemplazó por el café y el tabaco, inseparables amigos en sus constantes noches de insomnio.
El reloj marcaba la 1:30am y fue entonces que Leonardo impuso una pausa a su exhaustivo trabajo. Y leyó con detenimiento el correo electrónico que le había enviado su amiga, Amanda. El mensaje decía lo siguiente:
“Amiguito, no te pediría este favor sin en realidad no fuese tan importante. Mañana tengo que entregar un trabajo a mi profesor de la universidad. Necesito que revises este archivo de audio (en formato mp3) que te estoy enviando por correo. Conozco de tus habilidades para trabajar con archivos de este tipo. Por favor, necesito que limpies el ruido ambiental de un audio de 5 minutos de duración. Es tarde, lo sé. Son las 11pm y tienes una tesis que terminar, pero necesito de manera urgente que me ayudes con esto. Si tienes dudas al respecto me llamas al celular. Tu sabes que yo también sufro de insomnio, así que estaré despierta”
El archivo era la grabación de un corto diálogo entre dos personas. Una de las voces era claramente identificable, era la voz de Amanda. La otra voz era la de un hombre que hablaba de manera enrevesada y cómica a la vez. Amanda disparaba preguntas sin cesar mientras el hombre respondía incoherencias acerca del mundo de la política. La conversación tenía adherido un ruido lejano, mezcla de bocinazos y motores de autos en movimiento.
Leonardo puso en práctica sus conocimientos autodidactas en ciencias de la comunicación. Se colocó sus audífonos y comenzó su trabajo. La tarea fue fácil y rápida; el ruido lejano fue eliminado en 15 minutos gracias a la ayuda de un sencillo programa informático. Sin embargo, había un tenue sonido que no podía eliminar de la conversación.
Un sonido metálico invadía sutilmente el diálogo entre Amanda y aquel hombre. Era algo casi imperceptible, pero tan irritante como tener una pulga en la oreja. Aquel débil e insignificante sonidito de diez segundos se comenzó a volver una obsesión para Leonardo. Él era un perfeccionista. Y como tal no podía darse el lujo de dejar cabos sueltos; en su mente no cabía la posibilidad de realizar un trabajo de manera incompleta. El sabía que tenía que terminar su tesis, pero también sentía que era su deber terminar al 100% el trabajo encomendado por Amanda.
Los minutos pasaban y el tiempo se acortaba. Su mente estaba tan abstraída del mundo real que lo envolvía que terminó olvidándose por completo de su tesis. La revisión de su tan preciada tesis fue reemplazada por el análisis profundo y maniático de un archivo de audio. Su obsesión comenzó a incrementarse. Deseaba a toda a costa eliminar ese breve y agudo sonido que le martillaba la cabeza.
La intensidad de su obsesión comenzó a traducirse en la cantidad de cigarrillos y tazas llenas de café que había consumido; las colillas de veinte cigarrillos permanecían inmóviles en el cenicero situado junto a una taza de porcelana blanca llena de café. El aroma del café caliente y el fuerte olor a tabaco comenzaron a enrarecer el aire de la habitación.
Luego de tres horas de intentos para eliminar el débil y molesto sonido, Leonardo se dio por vencido. Sin embargo, a pesar de no haber logrado eliminar el extraño sonido, pudo identificarlo. Aquel sonido metálico era la voz lejana de alguien, una voz susurrante que decía una frase que parecía entrecortarse por momentos. Era la voz de un hombre que pedía auxilio con un tono desesperado, pero al parecer era tan lejana que apenas podía ser escuchada por Amanda o por el hombre con quien conversaba.
Por otro lado, Amanda esperaba impaciente la llamada de su amigo. Caminaba en círculos dentro de su habitación y miraba su celular con inquietud. Eran las cuatro de la mañana y su teléfono celular seguía sin emitir sonido alguno.
Amanda, estudiante de segundo año de ciencias de la comunicación, tenía una hora límite; a las nueve de la mañana debía entregar ese audio a su profesor de la universidad. Si no cumplía con su tarea, sería reprobada y repetiría el curso de “Tecnología de la comunicación”.
Su profesor sabía que ella era una estudiante muy irresponsable, pero a pesar de ello decidió darle la oportunidad de salvarse de repetir el curso. Le pidió que dialogara con él acerca de un tema libre. Él eligió un tema aburrido y extraño: “los partidos políticos sudamericanos y su influencia en la democracia.”
La conversación debía ser grabada con una grabadora portátil y posteriormente el audio debía ser transformado en formato de audio “mp3”. Y además, Amanda debía adjuntar un informe escrito indicando los puntos más relevantes de la conversación. Todo esto le parecía absurdo, pero sabía que esta sencilla tarea era su última oportunidad para evitar ser reprobada en el curso.
Ahí estaba ella, insegura, nerviosa e inquieta en medio de la noche. Se mordía las uñas constantemente mientras el reloj acortaba los minutos. Pensaba en el correo y la llamada que había hecho a su amigo. La ayuda de Leonardo era la única opción con la que contaba para poder salvar su pellejo. No obstante, por momentos se arrepentía de haberse aprovechado del tiempo, nobleza e inteligencia de su amigo.
Mientras tanto, Leonardo finalmente logró descifrar el contenido exacto de la voz masculina. Esta decía lo siguiente: “Ayúdame….me quemo….me muero” Era un hombre que pedía ayuda, eso era indudable. Sin embargo, una interrogante todavía flotaba en el aire.
-¿Quién era ese hombre?- se preguntaba Leonardo mientras se agarraba la cabeza con ambas manos.
La cabeza y el pecho comenzaron a dolerle. El stress, el insomnio, los fármacos, el café y el tabaco le estaban pasando “la factura”. Pero no podía detenerse a pesar del sufrimiento físico que había soportado por varias horas. Su mente comenzó a dictarle órdenes confusas; una mitad de su cerebro le decía que tenía que averiguar quien era ese hombre y la otra le decía que descansara y se olvidara de aquel hombre.
A punto de entrar en un colapso nervioso, el teléfono celular de Leonardo sonó de repente. Leo contestó el teléfono y se llevó de manera inconsciente el auricular a la oreja.
-Leo, disculpa que te llame a esta hora, pero necesito saber como va lo del archivo que te envié -dijo Amanda.
El rostro de Leo se volvió imperturbable y desencajado. Sus ojos observaban como la pantalla del monitor se apagaba lentamente al igual que la lamparita de su escritorio. Amanda le hacía preguntas, pero ninguna palabra tenía sentido para él. Leo se había desconectado del mundo real.
-¿Amigo, me escuchas? –hablaba Amanda con desesperación.
Un cigarrillo sostenido por sus labios, cuya pequeña llama estaba a punto de extinguirse, proyectaba una tenue luz amarilla en el rostro de Leo. Su cara estaba empapada en sudor. El silencio reinaba en medio de la penumbra. Y Leonardo ya no escuchaba lo que Amanda le gritaba al oído.
-¡Leoooooo!- gritaba Amanda con más desesperación que antes, tratando de encontrar nuevamente una respuesta. Pero el silencio permanecía ahí.
Amanda tenía un mal presentimiento. Tenía la fuerte sensación que a su amigo le pasaba algo malo. Se sentía frustrada por no poder saber que le sucedía a su amigo. Escuchaba la respiración agitada de Leo, pero nada más.
Finalmente el cigarrillo, a punto de apagarse, se desprendió de la boca de Leo y cayó en el borde inferior de una de las cortinas de su habitación. La cortina se consumió rápidamente en llamas. El reloj, el teclado, el monitor y la cama de Leo comenzaron a consumirse también por el fuego intenso y voraz.
Cuando el fuego alcanzó la silla de madera, donde Leo estaba sentado, este gritó sus últimas palabras. Amanda, aún con el teléfono pegado al oído, escucho las últimas palabras agónicas de Leo.
-Ayúdame….me quemo….me muero –dijo Leo antes de ser consumido por las llamas.
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