24 de abril de 2011

Lágrima

Lo que escribo es el resultado de un mal día. Un día en el cual mi corazón se llenó de veneno. Era una maldita y fría mañana de agosto. Ese día mi sensatez se fue a la mierda. Y por primera vez fui consciente que, con cada día que pasaba, la poca cordura que tenía se desvanecía poco a poco.
Las probabilidades de que esta enfermedad se aleje algún día de mí  son casi nulas. Mi enfermedad es mi cruz y con ella debo cargar probablemente el resto de mi vida.
Me llamo Andrés y sufro de trastorno maniaco depresivo, malditas  tres palabras que me dijo mi psiquiatra la primera vez que lo visité en su consultorio. Desde aquel momento mi cuerpo se comenzó a llenar de pastillas. Aún sigo engañando a mi mente con esta maldita dependencia a los fármacos para así poder controlar mi depresión. Pero aquel 9 de agosto, dos días después de mi primera consulta con mi psiquiatra, mi alma, mi mente y mi corazón se llenaron de una de las peores drogas, un fármaco autodestructivo, una droga llamada rencor.
Ese día de agosto discutí horriblemente con Alberto. Días después le comenté esto a una amiga y ella me dijo: “No te preocupes, todo se solucionará. Esto quedará en el olvido”. Esas palabras no fueron consuelo para mí.
No creo que la basura se deba barrer debajo de la alfombra para dejar limpia una casa. Mi hogar aquel día fue ensuciado con una tonta discusión con Alberto. Ni la mejor aspiradora del mundo podría haber limpiado tremenda suciedad llena de insultos de ambos lados. Sucedió en mi habitación y tuvo de testigos a mi madre y a mi sobrino Rafael de 8 años de edad. Vagamente recuerdo el motivo de la pelea. Pero si recuerdo a mi sobrino con el rostro de pánico y a mi madre gritando “Basta ya, por favor” mientras lloraba amargamente. Aquella era una bizarra escena, una discusión que se transformó en un pelea verbal entre Alberto de 36 años y yo de 33. Después de aquel incidente, nunca más volvimos a hablarnos. El rencor se apoderó de mí durante años.
Diez años después de aquel incidente, mientras Alberto era enterrado en aquel cementerio, Rafael me miró directo a los ojos y me dijo: ¿Tío, por qué insultaste a mi padre el día de mi cumpleaños? Busqué el cielo buscando culpar a Dios, culpé en silencio a mi enfermedad, contemple el suelo  buscando al demonio que se apoderó de mí aquel día. Y ahí, teniendo a mi sobrino y mi madre de testigos, además  de otros familiares, una pesada lágrima resbaló de mi rostro y cayó en  el féretro de mi hermano.

2 comentarios:

Anónimo

Te leo y tengo sentimientos encontrados, pues lo aquí plasmado me trae recuerdos de algunas de las conversaciones que tuvimos y sé que no es una de las etapas mas agradables para ti, pero a la vez me siento contenta que retomaras la escritura y sabes que eres bueno en ello. Deseo que sigas en esto, no abandones este sueño.

Dulcepye

suelen haber ciertas circunstancias, en las cuales el ser humano se vuelve un animal que solo reacciona por instinto, pero la solución la encontramos gritandonos hacia muy adentro, buscando entre los recuerdos y valorando a quien tenemos frente a nosotros,no hay enfermedad mental que nos pueda destruir si la curamos a tiempo. una amiga

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