El cerebro es un órgano maravilloso. Comienza a trabajar nada más levantarnos y no deja de funcionar hasta entrar en la oficina.
Robert Lee Frost (1874-1963) Poeta estadounidense.
Ella estaba sentada detrás de un viejo escritorio metálico. Hablaba de muchas cosas que yo no comprendía; un puñado de empleados oíamos acerca de los beneficios de trabajar en una entidad financiera de gran prestigio. Cuando terminó su breve discurso de capacitación, me acerqué a ella y le dije que no entendía algunos de los puntos que había tocado en su breve exposición. Por supuesto que mis preguntas no eran mas que un pretexto para escuchar una vez mas su seductora voz. Apenas pude concentrarme en la respuesta que me dio. Me bastó observar esos carnosos labios color carmesí, moviéndose al ritmo de las palabras, para sentirme extasiado. Desde aquel momento, por una misteriosa razón, me propuse conquistar su corazón. Ella tenía treinta años de edad y yo veinte, pero esto no me representaba un problema. Los mayores inconvenientes eran que: estaba casada y, además, era mi jefa.
La mañana siguiente llegué muy temprano a trabajar. Mi emoción por verla era tan grande que llegué puntual a mi centro de labores como nunca antes lo había hecho. Mi jefa estaba encerrada en su oficina. Y parecía ser una persona totalmente diferente a la que ví el día anterior. No era la mujer que había hablado con gran elocuencia a sus trabajadores, si no todo lo contrario; gritaba a aquellos que tenían la osadía de ingresar a su oficina. Deseaba atravesar esa infranqueable puerta, pero el miedo de caer en el mismo error, que habían cometido mis compañeros de trabajo, me hizo desistir.
Al salir de su pequeño recinto, me sorprendí cuando me dijo que quería desayunar conmigo. Yo solo me limité a asentir con la cabeza ante la repentina invitación. Mientras caminábamos a la pequeña cafetería situada a una cuadra del trabajo, el silencio permaneció presente entre los dos. No sé si ella se sentía incomoda por no decirme palabra alguna, pero yo me veía como un tonto por no poder hablarle.
Cuando llegamos a ese lugar, con intenso olor a pan con pollo y café, me hizo una propuesta que me dejo helado. Me dijo que iba a necesitar de alguien para que ocupara su puesto dentro de la empresa. Había pensado en mí como sustituto.
-¿Aceptas? –me dijo ella.
En aquel momento mi cuerpo se paralizó. Mis manos comenzaron a sudar. Además, sentía que un gran peso había caído súbitamente sobre mis hombros.; era una gran responsabilidad para alguien que llevaba solo un mes trabajando para la empresa. La inseguridad y confusión se apoderaron de mí. Debía pensar en una respuesta y esta llegó luego de tomar un sorbo de café y darle una mordida a mi pan.
-Sí, lo haré –le dije.
Al escuchar mi respuesta, ella me lanzó una sonrisa al mismo tiempo que se acariciaba su ensortijado cabello castaño. Aquel ser casi celestial, de quien me había enamorado desde que empecé a trabajar, me estaba otorgando la oportunidad de tener una mejor posición laboral. El entusiasmo del momento me llevó a un mundo de quimera. Sentía que mi corazón estaba a punto de salir de mi pecho al tiempo que mi mente fantaseaba con esa hermosa mujer. La oferta había pasado a segundo plano en mí desconcertada cabeza; en ella la veía completamente desnuda y tendida en la cama de mi departamento.
La realidad era que ella estaba ante mí, completamente vestida y con una mirada de felicidad dibujada en el rostro, mientras cubría de monedas la mano extendida del mozo. Ganas no me faltaban de decirle una cursi frase como: “Me gustas mucho, quisiera comerte a besos”. Felizmente, fui lo suficiente inteligente como para no soltar tremenda barrabasada en aquel instante. Tenía que tomarme mi tiempo y buscar el momento indicado para decirle lo que sentía. Aquello que llevaba anidado en mi corazón treinta días.
De camino al trabajo, yo permanecí detrás de ella como un perro guardián ante la atenta mirada de los hombres que veían su hermosa figura transitar. Ella solo se limitaba a sonreír ante los piropos que le lanzaban. Mis oídos tuvieron que soportar desde “mamacita que rica que estás” hasta frases que rozaban con lo ofensivo. Ella sabía lo que tenía, era una mujer bella, y entendía perfectamente la actitud de aquellas personas que la veían caminar de manera tan sugerente por la calle.
Cuando llegamos, me ofreció algo que estaba vetado para la mayoría de sus subordinados.
-Pasa Lucho y toma asiento –me dijo con voz acaramelada.
Ingresar a su oficina era un privilegio solo reservado para empleados de su entera confianza. En ese instante, cuando crucé la puerta prohibida, me preguntaba si yo era digno de recibir tan alta estima. En ese reducido pero elegante recinto, mis ojos comenzaron a recorrer rápidamente las paredes saturadas de fotos enmarcadas con mucho cuidado; los filos dorados de madera encerraban imágenes de señores, vestidos de terno y corbata, quienes sonreían junto a mi jefa en diferentes lugares reservados solo para gente adinerada. De repente, el timbre de su celular sonó y me alejó del trance.
-Disculpa, es mi esposo –me dijo, mientras contestaba la llamada.
Mientras yo permanecía ahí, sentado muy cerca de mi amor platónico, me convertí en testigo de una tranquila conversación que luego se convirtió en una acalorada discusión. Los insultos comenzaron a salir disparados de su boca, golpearon las cuatro paredes y me hacían retumbar los tímpanos. La voz acaramelada se había esfumado, como por arte de magia, y esta había sido reemplazada por una totalmente destemplada. Con ansias esperaba que colgara el teléfono pronto, pero los minutos pasaban y las palabrotas iban en aumento hasta que algo sucedió.
-Amor lo siento, estoy muy tensa. Perdóname, es el trabajo. –dijo ella, mientras se secaba las lágrimas de sus enormes y hermosos ojos verdes.
Pobre mujer, se le veía devastada emocionalmente mientras sollozaba y pedía perdón. ¿Perdón? Esa maldita palabra me destrozó el corazón y echó al drenaje cualquier posibilidad de conquistarla. La conversación que había empezado en una bronca que parecía llevar consigo la palabra “divorcio” se convirtió, de repente, en una reconciliación. Sus ojos, humedecidos por la rabia y tristeza, comenzaron a recuperar poco a poco el brillo de la alegría.
Un susurrante “Te quiero amor” selló la comunicación, y fue esta breve frase romántica que hizo que me levantara súbitamente de mi asiento y me diera media vuelta sin pronunciar palabra alguna. Abrí la puerta y la cerré con violencia tras de mí ante la atónita mirada de Yessica. Las esperanzas de conquistarla se han esfumado para siempre, pensé.
Media hora después de mí inmadura y celosa acción, caminando sin rumbo por una solitaria calle, observé un poste que sostenía en la parte superior un pequeño cartel que nombraba el lugar que pisaba.
-¿Urbanización Canadá? –pensé mientras me rascaba la cabeza con desesperación.
Mi memoria se iluminó y recordé rápidamente que su esposo trabajaba en Canadá. Dejé a un lado la razón y escuché a mi confundido corazón. Él estaba lejos de su amada y yo tan cerca de ella.
-Aún puedo declararme mi amor. ¡Es ahora o nunca! –dije en voz alta y con gran convicción en mis palabras.
-El tonto de su marido jamás se enterará de mis intenciones –pensé.
Una maquiavélica e involuntaria sonrisa se había dibujado en mi cara. Mis acelerados pasos me llevaron nuevamente al edificio de la empresa, subí y baje sus escaleras. Recorrí los cinco pisos llenos de oficinas, la busqué en la suya. Regresé a la cafetería donde habíamos desayunando. Pero todo fue en vano. El cansancio se había apoderado de mí. Entonces decidí esperarla donde la ví por última vez. Los minutos pasaban hasta convertirse en horas, y finalmente llegó la noche. El vigilante del edificio abrió la puerta, me vio recostado en la silla giratoria y, sin mostrar sorpresa alguna ante mi presencia, con voz tímida me dijo que ya era hora de cerrar.
-Dame la llave, yo voy a cerrar –le dije, con desgano.
-Ok –contestó, dejándome encima del escritorio el pesado llavero con las llaves de la oficina y de la entrada principal.
El tic tac del reloj de la pared me enfermaba, y yo seguía con la obsesión de verla una vez más y declararle mi amor. Mientras el tiempo seguía su lento transcurrir, comencé a revisar los cajones del escritorio. En uno de ellos pude ver una pequeña placa, de esas que se ponen en el pecho para identificar a los trabajadores, y en ella se leía claramente su nombre en letras negras sobre un fondo dorado: Yessica Santillán.
Debajo de la placa asomaba un sobre blanco y pequeño; estaba sellado y tenía como remitente a mi jefa. Saqué del interior la carta. Comencé a leer los primeros párrafos hasta el final. Me quedé sorprendido, no lo podía creer. Mis manos temblaban debido a la emoción. Lo que ahí estaba escrito era una confesión de amor… ¿hacia mí? No entendía como podía ser posible que ella me amara en silencio como yo a ella. Aquello era algo que mi cerebro trataba de asimilar, pero que le era difícil de interpretar. De repente el fuerte timbre del teléfono me hizo saltar de la silla.
-Aló –escuché decir a una voz femenina.
-Sra. Yessica. ¿Es usted?
-¿Luis, que mierda haces en mi oficina? –me respondió con evidente enojo.
Me quedé mudo unos minutos hasta que se me ocurrió decir lo primero que se me vino a la mente. A pesar de su reacción, decidí hablar.
-Yo también te amo –le respondí, con un delicado tono de voz, antes de colgar el teléfono.
Le había declarado mi amor a Yessica. Definitivamente estaba enamorado de ella. Sentía que mi corazón iba salirse de mi pecho. Los latidos se hacían intensos al igual que mis pensamientos.
El teléfono sonó con insistencia despertándome de mi letargo.
-Lucho, espérame en la oficina, no te muevas –dijo ella, con un tono mas colérico que en la anterior llamada.
Cerca de las ocho de la noche, ella irrumpió en la oficina. Yo estaba dando vueltas como un trompo en su silla giratoria. La felicidad se había apoderado de mí, pero esta desapareció en un segundo cuando ella me clavó una mirada rabiosa.
-¡Que mierda haces, imbécil! –gritó ella.
Su potente voz hizo que, a causa del susto, me cayera de la silla hacia la alfombra. Yo solo me limité a observarla horrorizado desde el suelo. Estaba paralizado por el asombro. No comprendía nada. Si ella me amaba como decía en su carta, entonces ¿Por qué reaccionaba así? me pregunté. Algo no encajaba en tan bochornosa situación que estaba viviendo.
-Yessica, estaba esperándote como dijiste –le dije con voz temblorosa.
-Oye infeliz, yo no sé que mosca te ha picado, pero yo no te he dado confianza para que me tutees o entres así en mi oficina. Además, ¿porque carajo me dijiste que me amabas?
-Jefa, pensé que usted me amaba. –le contesté, mientras me levantaba lentamente del suelo.
-¿De que hablas?
-De la carta, jefa.
-¿De que carta me hablas, imbécil? –me contestó con una rabia que iba incrementándose poco a poco.
Sus grandes ojos verdes, que antes me habían causado fascinación, me comenzaron a producir un pánico indescriptible. Aquella mujer, que estaba parada a pocos metros de mí, no era la misma que había sido tan amable conmigo por la mañana.
-¿De que carta me hablas? – me volvió a repetir, sin dejar de mirarme con el ceño fruncido.
-La que estaba en su escritorio.
-¿Has revisado mi escritorio?
-Sí, jefa
-Aaah esa carta. Imbécil, es una carta de amor que le escribí a mi esposo hace dos años atrás, la cuál nunca envié.
Al observar nuevamente el sobre, que permanecía inmóvil encima de aquel mueble metálico, mi mente comenzó a trabajar a mil por hora. Y finalmente me percaté de mi metida de pata. En aquel instante desee que la tierra me tragase. Que tonto me sentí. Mi cabeza caliente no me había permitido pensar con claridad. El desastre ya estaba hecho y no había manera de que yo pudiera remediarlo. Todo había sido mi culpa. Como único consuelo es que no me fui solo de aquel trabajo al día siguiente de lo acontecido; mi buen “amigo”, el vigilante, paso a pertenecer a las filas de desempleados también.
A seis meses de lo acontecido me pregunto:
¿Cómo pude ser tan imbécil y olvidarme que el esposo de mi jefa había sido bautizado con el mismo primer nombre y apellido paterno que el mío? ¡Vaya miserable coincidencia!
Robert Lee Frost (1874-1963) Poeta estadounidense.
Ella estaba sentada detrás de un viejo escritorio metálico. Hablaba de muchas cosas que yo no comprendía; un puñado de empleados oíamos acerca de los beneficios de trabajar en una entidad financiera de gran prestigio. Cuando terminó su breve discurso de capacitación, me acerqué a ella y le dije que no entendía algunos de los puntos que había tocado en su breve exposición. Por supuesto que mis preguntas no eran mas que un pretexto para escuchar una vez mas su seductora voz. Apenas pude concentrarme en la respuesta que me dio. Me bastó observar esos carnosos labios color carmesí, moviéndose al ritmo de las palabras, para sentirme extasiado. Desde aquel momento, por una misteriosa razón, me propuse conquistar su corazón. Ella tenía treinta años de edad y yo veinte, pero esto no me representaba un problema. Los mayores inconvenientes eran que: estaba casada y, además, era mi jefa.
La mañana siguiente llegué muy temprano a trabajar. Mi emoción por verla era tan grande que llegué puntual a mi centro de labores como nunca antes lo había hecho. Mi jefa estaba encerrada en su oficina. Y parecía ser una persona totalmente diferente a la que ví el día anterior. No era la mujer que había hablado con gran elocuencia a sus trabajadores, si no todo lo contrario; gritaba a aquellos que tenían la osadía de ingresar a su oficina. Deseaba atravesar esa infranqueable puerta, pero el miedo de caer en el mismo error, que habían cometido mis compañeros de trabajo, me hizo desistir.
Al salir de su pequeño recinto, me sorprendí cuando me dijo que quería desayunar conmigo. Yo solo me limité a asentir con la cabeza ante la repentina invitación. Mientras caminábamos a la pequeña cafetería situada a una cuadra del trabajo, el silencio permaneció presente entre los dos. No sé si ella se sentía incomoda por no decirme palabra alguna, pero yo me veía como un tonto por no poder hablarle.
Cuando llegamos a ese lugar, con intenso olor a pan con pollo y café, me hizo una propuesta que me dejo helado. Me dijo que iba a necesitar de alguien para que ocupara su puesto dentro de la empresa. Había pensado en mí como sustituto.
-¿Aceptas? –me dijo ella.
En aquel momento mi cuerpo se paralizó. Mis manos comenzaron a sudar. Además, sentía que un gran peso había caído súbitamente sobre mis hombros.; era una gran responsabilidad para alguien que llevaba solo un mes trabajando para la empresa. La inseguridad y confusión se apoderaron de mí. Debía pensar en una respuesta y esta llegó luego de tomar un sorbo de café y darle una mordida a mi pan.
-Sí, lo haré –le dije.
Al escuchar mi respuesta, ella me lanzó una sonrisa al mismo tiempo que se acariciaba su ensortijado cabello castaño. Aquel ser casi celestial, de quien me había enamorado desde que empecé a trabajar, me estaba otorgando la oportunidad de tener una mejor posición laboral. El entusiasmo del momento me llevó a un mundo de quimera. Sentía que mi corazón estaba a punto de salir de mi pecho al tiempo que mi mente fantaseaba con esa hermosa mujer. La oferta había pasado a segundo plano en mí desconcertada cabeza; en ella la veía completamente desnuda y tendida en la cama de mi departamento.
La realidad era que ella estaba ante mí, completamente vestida y con una mirada de felicidad dibujada en el rostro, mientras cubría de monedas la mano extendida del mozo. Ganas no me faltaban de decirle una cursi frase como: “Me gustas mucho, quisiera comerte a besos”. Felizmente, fui lo suficiente inteligente como para no soltar tremenda barrabasada en aquel instante. Tenía que tomarme mi tiempo y buscar el momento indicado para decirle lo que sentía. Aquello que llevaba anidado en mi corazón treinta días.
De camino al trabajo, yo permanecí detrás de ella como un perro guardián ante la atenta mirada de los hombres que veían su hermosa figura transitar. Ella solo se limitaba a sonreír ante los piropos que le lanzaban. Mis oídos tuvieron que soportar desde “mamacita que rica que estás” hasta frases que rozaban con lo ofensivo. Ella sabía lo que tenía, era una mujer bella, y entendía perfectamente la actitud de aquellas personas que la veían caminar de manera tan sugerente por la calle.
Cuando llegamos, me ofreció algo que estaba vetado para la mayoría de sus subordinados.
-Pasa Lucho y toma asiento –me dijo con voz acaramelada.
Ingresar a su oficina era un privilegio solo reservado para empleados de su entera confianza. En ese instante, cuando crucé la puerta prohibida, me preguntaba si yo era digno de recibir tan alta estima. En ese reducido pero elegante recinto, mis ojos comenzaron a recorrer rápidamente las paredes saturadas de fotos enmarcadas con mucho cuidado; los filos dorados de madera encerraban imágenes de señores, vestidos de terno y corbata, quienes sonreían junto a mi jefa en diferentes lugares reservados solo para gente adinerada. De repente, el timbre de su celular sonó y me alejó del trance.
-Disculpa, es mi esposo –me dijo, mientras contestaba la llamada.
Mientras yo permanecía ahí, sentado muy cerca de mi amor platónico, me convertí en testigo de una tranquila conversación que luego se convirtió en una acalorada discusión. Los insultos comenzaron a salir disparados de su boca, golpearon las cuatro paredes y me hacían retumbar los tímpanos. La voz acaramelada se había esfumado, como por arte de magia, y esta había sido reemplazada por una totalmente destemplada. Con ansias esperaba que colgara el teléfono pronto, pero los minutos pasaban y las palabrotas iban en aumento hasta que algo sucedió.
-Amor lo siento, estoy muy tensa. Perdóname, es el trabajo. –dijo ella, mientras se secaba las lágrimas de sus enormes y hermosos ojos verdes.
Pobre mujer, se le veía devastada emocionalmente mientras sollozaba y pedía perdón. ¿Perdón? Esa maldita palabra me destrozó el corazón y echó al drenaje cualquier posibilidad de conquistarla. La conversación que había empezado en una bronca que parecía llevar consigo la palabra “divorcio” se convirtió, de repente, en una reconciliación. Sus ojos, humedecidos por la rabia y tristeza, comenzaron a recuperar poco a poco el brillo de la alegría.
Un susurrante “Te quiero amor” selló la comunicación, y fue esta breve frase romántica que hizo que me levantara súbitamente de mi asiento y me diera media vuelta sin pronunciar palabra alguna. Abrí la puerta y la cerré con violencia tras de mí ante la atónita mirada de Yessica. Las esperanzas de conquistarla se han esfumado para siempre, pensé.
Media hora después de mí inmadura y celosa acción, caminando sin rumbo por una solitaria calle, observé un poste que sostenía en la parte superior un pequeño cartel que nombraba el lugar que pisaba.
-¿Urbanización Canadá? –pensé mientras me rascaba la cabeza con desesperación.
Mi memoria se iluminó y recordé rápidamente que su esposo trabajaba en Canadá. Dejé a un lado la razón y escuché a mi confundido corazón. Él estaba lejos de su amada y yo tan cerca de ella.
-Aún puedo declararme mi amor. ¡Es ahora o nunca! –dije en voz alta y con gran convicción en mis palabras.
-El tonto de su marido jamás se enterará de mis intenciones –pensé.
Una maquiavélica e involuntaria sonrisa se había dibujado en mi cara. Mis acelerados pasos me llevaron nuevamente al edificio de la empresa, subí y baje sus escaleras. Recorrí los cinco pisos llenos de oficinas, la busqué en la suya. Regresé a la cafetería donde habíamos desayunando. Pero todo fue en vano. El cansancio se había apoderado de mí. Entonces decidí esperarla donde la ví por última vez. Los minutos pasaban hasta convertirse en horas, y finalmente llegó la noche. El vigilante del edificio abrió la puerta, me vio recostado en la silla giratoria y, sin mostrar sorpresa alguna ante mi presencia, con voz tímida me dijo que ya era hora de cerrar.
-Dame la llave, yo voy a cerrar –le dije, con desgano.
-Ok –contestó, dejándome encima del escritorio el pesado llavero con las llaves de la oficina y de la entrada principal.
El tic tac del reloj de la pared me enfermaba, y yo seguía con la obsesión de verla una vez más y declararle mi amor. Mientras el tiempo seguía su lento transcurrir, comencé a revisar los cajones del escritorio. En uno de ellos pude ver una pequeña placa, de esas que se ponen en el pecho para identificar a los trabajadores, y en ella se leía claramente su nombre en letras negras sobre un fondo dorado: Yessica Santillán.
Debajo de la placa asomaba un sobre blanco y pequeño; estaba sellado y tenía como remitente a mi jefa. Saqué del interior la carta. Comencé a leer los primeros párrafos hasta el final. Me quedé sorprendido, no lo podía creer. Mis manos temblaban debido a la emoción. Lo que ahí estaba escrito era una confesión de amor… ¿hacia mí? No entendía como podía ser posible que ella me amara en silencio como yo a ella. Aquello era algo que mi cerebro trataba de asimilar, pero que le era difícil de interpretar. De repente el fuerte timbre del teléfono me hizo saltar de la silla.
-Aló –escuché decir a una voz femenina.
-Sra. Yessica. ¿Es usted?
-¿Luis, que mierda haces en mi oficina? –me respondió con evidente enojo.
Me quedé mudo unos minutos hasta que se me ocurrió decir lo primero que se me vino a la mente. A pesar de su reacción, decidí hablar.
-Yo también te amo –le respondí, con un delicado tono de voz, antes de colgar el teléfono.
Le había declarado mi amor a Yessica. Definitivamente estaba enamorado de ella. Sentía que mi corazón iba salirse de mi pecho. Los latidos se hacían intensos al igual que mis pensamientos.
El teléfono sonó con insistencia despertándome de mi letargo.
-Lucho, espérame en la oficina, no te muevas –dijo ella, con un tono mas colérico que en la anterior llamada.
Cerca de las ocho de la noche, ella irrumpió en la oficina. Yo estaba dando vueltas como un trompo en su silla giratoria. La felicidad se había apoderado de mí, pero esta desapareció en un segundo cuando ella me clavó una mirada rabiosa.
-¡Que mierda haces, imbécil! –gritó ella.
Su potente voz hizo que, a causa del susto, me cayera de la silla hacia la alfombra. Yo solo me limité a observarla horrorizado desde el suelo. Estaba paralizado por el asombro. No comprendía nada. Si ella me amaba como decía en su carta, entonces ¿Por qué reaccionaba así? me pregunté. Algo no encajaba en tan bochornosa situación que estaba viviendo.
-Yessica, estaba esperándote como dijiste –le dije con voz temblorosa.
-Oye infeliz, yo no sé que mosca te ha picado, pero yo no te he dado confianza para que me tutees o entres así en mi oficina. Además, ¿porque carajo me dijiste que me amabas?
-Jefa, pensé que usted me amaba. –le contesté, mientras me levantaba lentamente del suelo.
-¿De que hablas?
-De la carta, jefa.
-¿De que carta me hablas, imbécil? –me contestó con una rabia que iba incrementándose poco a poco.
Sus grandes ojos verdes, que antes me habían causado fascinación, me comenzaron a producir un pánico indescriptible. Aquella mujer, que estaba parada a pocos metros de mí, no era la misma que había sido tan amable conmigo por la mañana.
-¿De que carta me hablas? – me volvió a repetir, sin dejar de mirarme con el ceño fruncido.
-La que estaba en su escritorio.
-¿Has revisado mi escritorio?
-Sí, jefa
-Aaah esa carta. Imbécil, es una carta de amor que le escribí a mi esposo hace dos años atrás, la cuál nunca envié.
Al observar nuevamente el sobre, que permanecía inmóvil encima de aquel mueble metálico, mi mente comenzó a trabajar a mil por hora. Y finalmente me percaté de mi metida de pata. En aquel instante desee que la tierra me tragase. Que tonto me sentí. Mi cabeza caliente no me había permitido pensar con claridad. El desastre ya estaba hecho y no había manera de que yo pudiera remediarlo. Todo había sido mi culpa. Como único consuelo es que no me fui solo de aquel trabajo al día siguiente de lo acontecido; mi buen “amigo”, el vigilante, paso a pertenecer a las filas de desempleados también.
A seis meses de lo acontecido me pregunto:
¿Cómo pude ser tan imbécil y olvidarme que el esposo de mi jefa había sido bautizado con el mismo primer nombre y apellido paterno que el mío? ¡Vaya miserable coincidencia!